María Soledad Salve Díaz-Miguel
Decía D. Julio Caro Baroja que el campesino, como más pegado a la Naturaleza, tiene la tendencia a dirigir su religiosidad hacia lo que la vida natural le señala. El predominio social de labradores-ganaderos, campesinos y pastores en Alcázar permitió, como en todas las sociedades rurales tradicionales, desarrollar una práctica religiosa de festividades y rituales unidos a las faenas agrícolas y a los fenómenos atmosféricos. Y así, ante los cambios físicos que se producen a lo largo del año, las celebraciones religiosas se acomodaron a las demandas que aquéllos exigían y se localizaron en un espacio y tiempo concretos. Siguiendo esta premisa centraremos este artículo en algunas de estas manifestaciones que marcaron el devenir de los vecinos de nuestra villa en el siglo XVII, y concretamente de los feligreses de la Parroquia de Santa Quiteria.
Nuestros campesinos compaginaban su duro trabajo en una tierra, por lo general seca debido a los muchos ayres y grandes soles, con peticiones al cielo para que Dios Nuestro Señor se apiade de esta Republica y si le combiene nos fertilice dichos panes ymbiandonos el socorro de la lluvia, pues un año de buenos frutos podía verse truncado por la falta de agua en los meses primaverales. Las procesiones de rogativas, a las que se unía un novenario de misas, empezaban en el mes de enero en el que los hielos y las nieblas ponían en peligro la siembra y se incrementaban durante los meses de abril y mayo en los que la escasez de lluvias podía significar la pérdida de las mieses. Los alcazareños siempre confiaron en la intercesión de la Virgen de la Concepción cuya imagen se procesionaba desde la Ermita-Convento de Santa Clara, donde se veneraba, hasta la Iglesia de Santa María. En ella se decían las tres primeras misas de rogativas para continuar con las tres siguientes en Santa Quiteria y terminar el novenario en la Iglesia de San Francisco desde donde se tornaba la imagen a su punto de origen. La participación popular a estos actos movilizaba también a las cofradías que salían con sus imágenes, hachas e insignias acompañando a la Virgen en las procesiones. Algunos años, como ocurrió en 1636, hubo que insistir en la demanda celestial ya que después de haber hecho las rogativas habituales, por nuestras culpas y pecados no nos a oydo y para que su divina magestad se sirva de aplacar su yra y admitir los santos sacrificios y oraciones y enbiarnos agua para los panes que tienen necesidad della, se volvió a hacer el novenario de misas con las procesiones habituales de la Virgen de la Concepción. Los gastos de cera y misas fueron siempre sufragados con las rentas de bienes de propios y con las limosnas aportadas por los fieles en las procesiones y el novenario, aunque en momentos de crisis se buscaron otros medios para costearlos, como en el año1692 en el que la primera fiesta de rogativa se pagó por el ayuntamiento y las otras rogativas se haran por personas desta villa a las que hay que buscar. Si bien la Inmaculada siguió siendo la gran mediadora ante el Altísimo, a finales de siglo se fueron haciendo procesiones de rogativas con el Santísimo Cristo de la Paciencia de San Francisco, la Virgen del Rosario de ambas parroquias y, ya en el siglo XVIII, con Jesús Nazareno de la Santísima Trinidad.
En 1629 la noticia de la llegada de unas reliquias desde Italia es recibida como un regalo del cielo, por lo que el concejo prepara en agosto una gran fiesta, en la que se asocian el ritual religioso y la tradición cultural campesina cuyas manifestaciones serán la procesión junto con la pólvora, las danzas y los juegos. Esta celebración se hará para acoger las santísimas reliquias, grandes en número y estimyación, enviadas por el Señor Obispo Fr. Juan Serrano, originario de esta villa, y cuyo portador fue el padre Fr. Pedro del Campo religioso franciscano de Açerno de donde aquél era obispo. De acuerdo con una misiba quescribe a este concejo diçe que son para la villa, sus parroquias y cofradías y que bienen aprobadas con bullas de Su Santidad y para compartir el júbilo popular el Ayuntamiento aprueba se haga una muy solene Procesion con la clerecia y frayles desta villa y la acompañen todas las Cofradías con sus ynsinias y cera y que la noche antes se hagan luminarias y artificios de polvora en demostración de regocijo y que se mande aya danças y encamisada de gente a caballo. Según el libro de cuentas de ese año el recibimiento tuvo un gasto de 3.594 maravedís. De todas las reliquias enviadas por el obispo Serrano fue el lignum crucis la que más devoción suscitó entre los vecinos pues al año siguiente, ya engastada en una cruz, presidió la procesión general para recoger la imagen de la Inmaculada y llevarla en procesión hasta Santa María.
Aunque las rogativas se dirigían fundamentalmente a pedir agua para calmar la sed de los campos hubo un año, el de 1626, en el que las plegarias se hicieron para que cesase la ira del Señor de las muchas aguas y avenidas de Rios por las quales en esta villa se cayeron muchos edificios y se ahogaron los panes y se destruian las vegas, guertos y otros sembrados.
La dependencia del cielo de nuestros campesinos empezaba, como hemos visto, con las rogativas por agua, y seguía con los conjuros para alejar los nublos, truenos, piedra y tempestades que ponían en peligro los frutos de pan y vino y demas que se cogen cada verano entre los que se encontraban los productos de las huertas. La ceremonia se ceñía a un tiempo y lugar determinados. El tiempo transcurría desde primero de mayo hasta el 29 de septiembre, día de San Miguel el llamado santo de las uvas y cuando se renovaban los contratos del campo. El lugar no era otro que la Parroquia de Santa Quiteria en su torre-campanario.
La construcción de la Iglesia fue un proceso lento debido, entre otras causas, a las dificultades financieras, por lo que la torre al ser el último espacio necesario en los edificios religiosos se retrasó hasta mediados del siglo XVI, pues en 1541 se estaba haciendo la obra del crucero y la torre; en 1567 se acuerda un repartimiento voluntario entre los vecinos para rematarla pero no se debió recaudar lo suficiente por lo que en 1569 se obtiene licencia del Gran Prior de San Juan, D. Antonio de Toledo, de arrendamiento por cuatro años para pastar el ganado en la cuesta de San Cristóbal con la intención de acabarla y, según D. Enrique Manzaneque, se coronó con chapitel y aguja, que al derrumbarse terminó tejándose. Desde la torre se marcó el ritmo de la vida cotidiana de los alcazareños. Acogió hasta 1725 el reloj de la villa y con las tres campanas que llegó a tener, dos grandes para graves y agudos y una pequeña, fundida en 1655, se regulaba la actividad laboral y social de los vecinos. Tocaban al despuntar el día dando comienzo el trabajo diario; el ángelus señalaba el descanso para la comida y el toque de ánimas marcaba el final de la jornada. Con su toque grave convocaban a las gentes a los entierros y aceleraban su volteo en caso de incendios.
En el siglo XVII el ritual católico ortodoxo exigía que fuera un sacerdote buen conocedor del latín el oficiante del conjuro porque cualquier error en la formulación de las oraciones podía invalidar su función. Así cada vez que amenazaba tormenta y, previo toque de campanas, subía a lo alto de la torre uno de los dos tenientes de prior de la parroquia a conjurar valiéndose de la reliquia del lignum crucis enviada por el obispo Serrano. A cambio recibían del concejo en forma de limosna tres mil maravedís, la mitad el día de San Agustín y la otra mitad el día de Todos los Santos. En el siglo XVIII las campanas, consideradas tradicionalmente objetos simbólicos, serán con su volteo permanente, cuando se aproxima el nublado, las que rompan la tormenta y eviten que caigan rayos, granizo o trombas de agua. El encargado en este caso de ahuyentar las tempestades será el sacristán de Santa Quiteria a quien los labradores le compensaban al año con 14 fanegas de grano.
No eran sólo los fenómenos atmosféricos adversos los que marcaban los ritos populares sino que la imposibilidad de nuestros campesinos para controlar las plagas que sacudían periódicamente los campos explican la existencia de los tres votos que había en la villa de Alcázar, dos de ellos dirigidos a combatir uno de los azotes más dañinos para las cosechas como era la langosta. El ya conocido voto de la Inmaculada, el 8 de diciembre, y el voto de San Agustín, el día 28 de agosto consistente en una misa y procesión alternándose las dos parroquias en su cumplimiento. El tercer voto era el de San Gabriel que se guardaba el 18 de marzo y se había concedido a la villa, de acuerdo con la documentación, el año 1420 para proteger las viñas del escarabajuelo o gusano que consumía las hojas de la vid. Según la costumbre se decía una misa de réquiem con sus responsos y se daba de comer a doce o veinte pobres. Al ser promesas de toda la villa la organización dependía del concejo y los gastos recaían en las rentas de bienes de propios.
Todas estas ceremonias respondían a la necesidad que sentían los vecinos de aplacar la cólera divina que los castigaba por los pecados cometidos de manera individual o colectiva y son una expresión más de los rituales expiatorios o penitenciales de los que forman parte de la vida cotidiana de una localidad como Alcázar de San Juan.
María Soledad Salve Díaz-Miguel.
Licenciada en Filosofía y Letras, sección Geografía e Historia por la Universidad de Granada. Profesora de Enseñanza Secundaria en el Instituto Miguel de Cervantes Saavedra de Alcázar de San Juan. Y, en la actualidad se dedica a la investigación histórica en diferentes ámbitos.
1.484 lecturas