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Interior de ultramarinos finos. Sobrino de Damián años 60.

Nº 5 – Remembranzas – ULTRAMARINOS FINOS

  • Última modificación de la entrada:20 de diciembre de 2021

Justo López Carreño.

SOBRINO DE DAMIÁN. Un modelo de venta diferente.

Estas descripciones hacen referencia al local del negocio de Ultramarinos Finos “Sobrino de Damián” que regentó mi padre, Justo López Parra -El Jaro-, durante el periodo entre 1956, cuando decidió retirarse del fútbol profesional y comprárselo a su tío político Damián Calcerrada, quien, a su vez, lo había adquirido del antiguo comerciante de coloniales Eugenio Santos, hasta 1987 cuando se vio obligado a renunciar a sus derechos como inquilino presionado por los nuevos propietarios del inmueble que anteriormente perteneció a la familia Pastor. 

Interior ultramarinos finos. Años 50.

A la tienda acudían diversos personajes pintorescos, muchos de los cuales lo hacían a unas horas determinadas y fijas como si de una rutina obligada se tratase. En algunos casos no hacían compras ni les guiaba ningún objetivo concreto, simplemente cumplían con un hábito cotidiano que habían adquirido de forma voluntaria e imperceptible, pero que tenían afianzado de forma indeleble en su conducta y que ejecutaban con escasas variaciones.

Había una libreta, encuadernada con alambre en espiral, que daba mucho juego, pues en ella se anotaban las personas que dejaban a deber, indicando los productos y la fecha en la que se los llevaron. Luego, cuando reparaban la deuda, se les hacía un ostentoso tachón a bolígrafo y … hasta la siguiente. Lo cierto es que esta práctica de vender fiado humanizaba las ventas y permitía que muchas familias gozasen de ese crédito desinteresado hasta poder devolver la fianza y salvar la situación. Nada que ver con las obligaciones inapelables que ahora imponen los supermercados y menos aún con la usura de los negocios de préstamos. 

En la tienda se desprendían los fuertes olores que producía la mezcla de numerosos alimentos que entonces se guardaban en grandes recipientes para venderlos a granel y no existían cierres herméticos ni al vacío, por lo que todo ese conjunto de aromas quedaba suspendido en el ambiente.

En aquel tiempo la Seguridad Social no existía o estaba en fase incipiente de regularse y generalizarse. Los autónomos no tenían otro amparo que las igualas con el médico de cabecera o el pago de alguna mutua privada de dudosa garantía y consistencia.

Loteria de navidad años 50-

En Navidad, uno de los momentos inolvidables era la lotería. Había una costumbre de reservar participaciones para la clientela. Era una práctica extendida la de imprimir varios talonarios de papeletas que después se sellaban para que dejasen huella de la tinta en la parte matriz y en la del resto del papel. No recuerdo ningún premio importante con este sorteo y sí algunas devoluciones de pequeñas cantidades o del propio importe de la participación, que lo único que ocasionaba era una mayor complicación contable. 

Plaza de España años 60.

Paralelamente a la de distribuir lotería en navidad, había otra costumbre llamativa que producía expectación y beneficio indirecto al negocio. Era frecuente entonces obsequiar a los agentes de la policía local, que dirigían el tráfico en los tres cruces más importantes de la ciudad, con algún detalle alimenticio de ese tiempo navideño, ya fuera una botella de sidra o licor, alguna caja de dulces o turrón, por citar los más habituales. Al principio lo dejaban a sus pies, mientras cumplían con su trabajo, pero poco a poco se iba engrosando el círculo hasta que no había más remedio que evacuarlo a un hueco de la acera, o bien, recogerlo por parte de otros compañeros con los que supuestamente habían llegado a un acuerdo en el reparto final.

Puerta de ultramarinos finos años 50.

En aquella época eran muy conocidos los llamados viajantes o representantes de las diversas marcas que abastecían al negocio. Las marcas más importantes se permitían tener uno propio e incluso uno para cada especialidad, como le ocurría a Nestlé, que tenía especialista en chocolates, otro para sopas y otro para el resto de sus productos, mientras que las más modestas aglutinaban una cartera de representaciones variada para ahorrar costes. En la actualidad se les llama comerciales, aunque la llegada de internet está también abocándolos a la reconversión de su tarea o directamente a la desaparición. 

Otros personajes que visitaban de forma intermitente pero inexorable la tienda eran los cobradores de los bancos que, ataviados con una especie de uniforme gris y una cartera de cuero alargada y desgastada por el uso, traían las letras bancarias y pagarés para que se saldasen las deudas. En algún caso quiero recordar que hacían uso de gorra en su indumentaria, pues ya sabemos que en este país a cualquier portador de gorra se le atribuía una autoridad y respeto metafóricos que eran parte de cualquier ritual. Ya fuera el botones de un hotel o el conserje del casino, que los demás nos cuadrábamos mentalmente como si estuviéramos delante de un coronel del ejército. 

Posiblemente este tipo de comercio, llamado de comestibles o ultramarinos finos, fue el reducto final de un modelo de compraventa que, al menos en nuestra población y en nuestro país, tuvo su apogeo en los años sesenta y setenta del siglo XX para entrar en un declive progresivo y ser sustituido por las cadenas de supermercados y las grandes superficies comerciales, cuyo patrón consiste en el autoservicio por parte de la propia clientela y el envasado generalizado de todos los productos para facilitar su adquisición, control y cobro a la salida, con el mínimo de dependientes, además de estar envueltos en infinidad de plásticos y otros materiales derivados del petróleo que generan costes añadidos, contaminación y residuos innecesarios. 

Haciendo balance, en estos tiempos de necesaria concienciación ecológica, cabe destacar que el sistema de venta era precisamente lo que ahora se intenta conseguir como un logro, que es la reducción y reutilización de envases y recipientes. Normalmente casi todo se envasaba en latas y en función de su tamaño y forma, una vez utilizadas se reconvertían en otros objetos de utilidad como embudos para trasvasar líquidos, sartenes rústicas para asar castañas, libradores para los piensos de los animales o cualquier otro uso similar que solían darle los artesanos de la hojalata con su especial habilidad transformadora. También el vidrio era el otro material predominante para la venta de bastantes productos, con la particularidad de que los envases de este último eran retornables al comprar el contenido del siguiente o, en su defecto, recuperar su coste. Las gaseosas, el vino y las primeras cervezas se entregaban vacías para comprar las siguientes como también ocurría con los primeros yogures, que fueron llegando en pequeños tarros de cristal que se acumulaban en amplias jaulas de hierro fino para su devolución a los repartidores. Igual ocurría con la leche envasada, con la miel, las mermeladas, las conservas y otros muchos alimentos que ahora vienen en envases de plásticos no retornables. 

El mostrador hacía de línea divisoria cuya funcionalidad respondía al modo vigente de compraventa y solo los elementos que se posaban sobre él estaban a la vista. Pero al otro lado, es decir, en la cara que controlaban los vendedores, se situaba todo un entramado de cajones, estantes, huecos vacíos y demás recovecos aprovechables para situar los productos o los apoyos necesarios para la venta. Allí estaban los cajones para el dinero. Tras cada venta había que repartir las monedas y los billetes en pequeños cestos de mimbre y apartados clasificatorios por el valor monetario de las piezas para proceder al final del día a su recuento y balance.

Tener abierto el cajón era entonces una metáfora de que igual que entraban los dineros podían salir, si quienes tenían acceso no lo hacían con la suficiente honestidad y rigor. El cajón no registraba entradas ni salidas de productos, solo monedas y billetes que se acumulaban indiscriminadamente. Por tanto, era muy fácil echar mano al cajón para hacer pagos puntuales, comprar cosas necesarias para la familia o socorrer a alguien necesitado, y luego olvidar esos movimientos a la hora de reflejarlo en los libros de contabilidad. 

Otro de los momentos destacables en la vida del comercio era el balance anual de ventas e inventario que tenía lugar a final del año y en el que, supuestamente, se controlaba la rentabilidad real del negocio. Nunca supe si se hacía con todo el rigor necesario, pero lo que está claro es que en los varios días que duraba se producía un estado de excitación y actividad difícil de explicar. Era algo similar a las casas cuando se hacía “sábado”, es decir, una limpieza a fondo. Todo se abandonaba y se condicionaba hasta finalizar esta tarea suprema.

Como en casi todos los comercios de cara al público, la tienda tenía su continuidad en la llamada trastienda a la que se unía por un hueco en la pared tapado levemente por una cortina, casi siempre abierta, que solo se cerraba en momentos de necesaria intimidad, ya fuera por razones fisiológicas, pues no hay que olvidar que no se contaba ni con agua corriente ni con aseos, por lo que si el apremio era muy urgente y no se podían acercar hasta casa, había que utilizar soluciones de emergencia, o ya fuera por razones de confidencialidad en alguna conversación o encuentro.

Este negocio cerró al público definitivamente en diciembre de 1987 al renunciar mi padre a los derechos como inquilino arrendatario del local del mismo que pasó a manos de los nuevos propietarios, los Sres. Pablo Ropero y Francisco Calcerrada, los cuales procedieron al derribo de la edificación de la finca, pese a estar catalogada como de especial protección urbanística, para posteriormente construir en la misma parcela un conjunto de viviendas y locales comerciales tal y como se puede apreciar en la actualidad cuando se termina esta descripción del mismo.

GALERÍA DE FOTOGRAFÍAS ANTIGUAS

GALERÍA DE FOTOGRAFÍAS DE LOS AÑOS 80

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Justo López Carreño.
Licenciado  en Filosofía y Ciencias de la Educación, ha ejercido como maestro en San Carlos del Valle, Herencia y en el colegio “Juan de Austria” de Alcázar de San Juan donde fue director durante tres cursos. Posteriormente por oposición pasó al cuerpo de profesores de Enseñanza Secundaria y jefe de departamento de Orientación del Instituto “Isabel Martínez” de Pedro Muñoz, también ejerció como asesor de orientación en el Centro de Profesores de Alcázar de San Juan, y jefe del departamento de Orientación en el IES “Miguel de Cervantes” de Alcázar de San Juan.
Su vida ha estado siempre ligada al deporte, ha realizado diversas incursiones en el mundo literario a través de colaboraciones en publicaciones como “Arcón de poesía” de la Asociación cultural “Ábrego” y de la revista “La Veleta del Sastre” de la que fue cofundador en 1994. Ha colaborado de forma intermitente en Canfali, El Semanal de la Mancha, Lanza, Cuadernos de Pedagogía, Educar, así como en varias revistas de carácter escolar.
Tiene publicadas dos biografías de dos deportistas alcazareños bajo los títulos “Del Orujo a Chamartín” de su padre el futbolista alcazareño Jaro y la recientemente publicada del baloncestista  e Hijo predilecto alcazareño Vicente Paniagua titulada “Una apoteosis breve para un largo recuerdo”.
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