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Nº 7 – SUCESO DEL NIÑO ANTONIO, QUE FUE A COMPRAR BERENJENAS A LA PLAZA DE ALCÁZAR DE SAN JUAN

  • Última modificación de la entrada:24 de agosto de 2022

José Fernando Sánchez Ruiz  y Francisco José Atienza Santiago.

Cuando en el folklore infantil de La Mancha oímos hablar del “hombre del saco” o del “sacamantecas”, entre otras figuras similares, estamos rememorando sucesos reales, como todos los que relacionamos con el rapto de niños y asesinatos rituales. A mediados del siglo XVIII, se data un terrible suceso en Alcázar, del que tenemos noticia por expedientes inquisitoriales, y que denominamos “El caso del niño Antonio”, cuyo cuerpo fue encontrado un 9 de agosto, sometido a sacrificio y vejaciones en las cercanías del pozo Tello, un pozo de agua dulce del concejo al que la población iba continuamente a aprovisionarse de la mejor agua del pueblo. Los pozos fueron siempre un lugar peligroso por su poca protección y dieron lugar a todo tipo desgracias, unas fortuitas y otras propias de enajenaciones personales. Junto a este pozo, se encontraban grabados de calvarios, cruces y otros símbolos religiosos, junto a otras imágenes de difícil interpretación, lo que llevó a la población a considerarlo un lugar misterioso y de rituales, aunque también se consideraban lugares de parada y descanso, que dan lugar a entretenimientos y juegos que se grababan en las piedras.

Pozos de tello años 60
Pozos de tello años 60
Detalle. Plano de Alcázar de San Juan de 1840
Detalle. Plano de Alcázar de San Juan de 1840

Se viven momentos de gran apogeo en la villa, que es capital de su partido en la provincia de Toledo, una villa muy poblada en la península, con un importante número de hidalgos. Entre la administración de la Bailía sanjuanista y una larga tradición comercial y preindustrial con ocho molinos de agua, dos de viento y los empleados de la Real Fábrica de Salitres, hacen que la población sea próspera en las tierras toledanas. Fronteriza con la provincia de La Mancha, donde también hay algunas villas muy pobladas, a un tiempo, eran momentos revueltos, en los que las gentes necesitaban aferrarse a “un algo” que les diera confianza y seguridad ante las dificultades de la vida. Por eso, en aquellos años, Manuela Ruiz ejercía como curandera junto a un médico que, cuando deja de mejorar por su intervención, la denuncia ante el Santo Oficio como hechicera. O, Juan Maroto del Río, zapatero, de la mejor calle de la villa, que abandonó su oficio y se enriqueció sin razón alguna. Había hecho un pacto con el diablo, guardando en el pecho una bolsa de cuero con un animal pequeño que guiaba su vida.

Juan Chocano, de oficio zapatero, casado con Catalina López, aquel 9 de agosto estaba en Madrid por negocios de su oficio, y visitaba las fiestas de San Lorenzo de Lavapiés, la parroquia que ocupaba los restos de la antigua sinagoga. El matrimonio tenía dos hijos, Francisco, el mayor y Antonio, de cuatro años y medio. La mañana del 9 agosto, Catalina, su madre, los envió a la plaza a comprar un cuarto de berenjenas, a un puesto ambulante que tenía Pepe el ministro”, berenjenero de Almagro instalado en la villa, junto a la carnicería pública y el arroyo.

Cuando llegaron, un grupo de muchachos jugaba en el corralazo cercano, en dos galeras donde se vendían las berenjenas. Se entretenían “mondando pepitas”, manera habitual de referirse a que comían pipas. Aquel día no había berenjenas y, después de jugar un rato en la Plaza Vieja, Francisco regresó solo a su casa, diciendo que su hermano Antonio se había ido a la cercana Fábrica de Salitre con un hombre que le llamó, no dando el niño más explicaciones. Su madre, al ver que no venía Antonio, cogió la mantilla y fue a buscarle, pero no lo halló. Inmediatamente, dio parte en el ayuntamiento de la desaparición de su hijo y se iniciaron las oportunas pesquisas, dando pregón por las calles del pueblo sin ningún resultado.

Aquella misma tarde, en pleno “infierno manchego”, Quiteria Martín, María Delgado y su hermana Feliciana, fueron a recoger agua del pozo Tello. Al llegar al pozo, entre el rastrojo vieron un bulto a diez o doce pasos, encontrando el cadáver de Antonio. Las tres volvieron a la villa habiendo dejado a la criatura en el lugar de los hechos, junto a los mozos del convento de la Trinidad. Fueron a la casa de una tía del niño, llamada María de la Cruz y lo contaron. Y, a continuación, dieron parte a la justicia.  Terminadas las declaraciones de las testigos, a eso de las nueve de la noche, las autoridades se trasladaron al lugar de los hechos, junto al médico, para reconocer el cuerpo, descubriendo que era el niño que estaban buscando. Junto a varios testigos, vieron al niño. Estaba boca arriba, echado en una zanjita apartada del camino, con los ojos abiertos y resplandecientes y, aunque era de noche, se veía con la luz de la luna. Estaba cubierto con su camisa, una falda y una pañoleta, vestido sin reconocerse que hubiese sido desnudado.

 

A las diez de la noche, llegó a casa de Catalina un alguacil, diciendo que el señor alcalde la llamaba. El alcalde le preguntó si ella o su marido habían tenido enemistades, a lo que respondió que no y volvió a su casa. Hacia las doce de la noche, fue a su casa Juan Antonio de la Maza, el alcalde, acompañado del escribano Alfonso Jiménez, el médico, don José, y Juan Arias y Juan Rubio, dos cirujanos, seguidos por mucha gente.  

Cuando llegaron a la casa con Antonio muerto, en una cabalgadura menor, lo pusieron sobre un bufete y se encerraron en un cuarto, sacando fuera a la madre y a las demás gentes del lugar, le quitaron la ropa, y vieron que estaba todo el cuerpo lleno de cardenales, como si hubiera recibido abundantes azotes con ortigas. En la parte posterior del cuello tenía un gran cardenal que subía y bajaba, con un grosor de tres dedos más o menos, y todo el cuerpo estaba mortificado, teniendo otros azotes propios de vara o látigos, teniendo en la parte del pecho algunos espacios libres que no se habían azotado. En la parte del orificio posterior, relajada y abierta más de lo natural, y dividiendo el medico con los dedos las dos nalguitas que comprimen el orificio, revisó con la vista casi todo el intestino recto, manifestando que por aquella parte se había cometido alguna violencia.

Al irse, le entregaron el cuerpo a la madre, previniéndola de que no lo enterrara hasta que ellos volvieran. Catalina, a solas con su hijo, lo miró, y no lo conocía por lo desfigurado que estaba su rostro, aunque sí por el vestido. Los ojos los tenía muy abiertos, grandes y redondos, y andaba sin zapatos ni medias. Reconociendo el cuerpo por la parte de los muslos y por la espalda, halló que estaba acardenalado con manchas distintas, blancas y negras y, en las carnes de las partes blandas y en las plantas de los pies, tenía señales de haberle dado con algunos cardos o espinas, y de haberle clavado las espinas y, detrás de una de las orejas, tenía un agujerito como de haber metido una aguja de ensalmar o coser heridas.

 

A la mañana del día siguiente, fueron a la casa el médico y dos cirujanos de la villa, y estando solos volvieron a reconocer el cuerpo del niño, y encontraron más claramente la abundancia de cardenales que habían reconocido la noche anterior, con el color morado de la sangre coagulada. Las uñas y cabezas de los dedos de las manos del niño estaban negras, igual que cuando se coge un dedo con una puerta, no estando de tan oscuro color, demostrándose que en aquella zona el niño recibió violencia, como si hubiese sido comprimida con un instrumento violento.

El prepucio del niño tenía un manifiesto cardenal, como si hubiese sido apretado con algo, estando lo restante de aquella parte sana y sin demostración de golpe alguno y, “no notando separación en carne”, no pudieron asegurar si era circuncisión, porque no reconoció efusión de sangre al estar cortado el cabestrillo. La contusión que tenía en la nuca, por la parte posterior del cuello, era como de cuatro dedos inmediata al nacimiento del pelo, y manifestaba que le habían atado alguna soga, porque las señales le circunvalaban el pescuezo. En la parte de los riñones, el niño tenía la piel de la zona levantada, como de haberle arañado con cuatro o cinco dedos.  El niño Antonio había sido brutalmente tratado, el lóbulo de la oreja derecha había sido horadado por una aguja “como de las que se utilizan para atravesar los muñecos de cera de las hechiceras”, y finalmente, lo más terrible: el niño murió empalado, ya que tenía el ano destrozado por algún gran objeto que le había perforado hasta los intestinos.

Al llegar a este punto, los indicios parecen indicar que hablamos de un asesinato ritual, con brujas o hechiceras. Los inquisidores acusaron a Feliciana Delgado. Ella se defendió diciendo que vieron a un hombre, llamado Alfonso Cristóbal Naranjo, situado como a un tiro de honda de la viña de Gregorio Mayoral, que dista del sitio donde encontraron al niño unos tres tiros de honda. Entendemos que Alfonso estaría como a trescientos metros del pozo. Las mujeres dicen que observaron que Alfonso tenía desaflojado el coleto, un tipo de chaleco, y que estaba dando vueltas como asustado y sin concierto alguno, con un garrote en la mano. La testigo y compañeras lo extrañaron, y dijeron si era aquel hombre el que habría hecho daño al niño. Alfonso se defendió e informó de que aquel día salió del caserío del lugar del pueblo después de las doce, con dos cabalgaduras menores, y llevó dos cargas de albardín o esparto basto a la salitrería. Luego, a la tarde, sobre las seis, volvió a salir de su casa con una montura vieja, un garrote en la mano y el coleto desabrochado y se encaminó por el camino del pozo de Tello hacia un majuelo suyo. Vio como en el pozo estaba Manuel el Tendero con los mozos del convento de la Trinidad, preguntándole dónde iba, y respondió que a su majuelo. Al poco rato, volvió al pozo donde aún quedaban mozos de la Trinidad, y el testigo subió en su galera, volviendo con ellos a la villa. Al niño se le enterró en una bóveda del convento de San Francisco de Alcázar de San Juan.

Se abrió proceso inquisitorial al respecto y fueron acusados Alfonso Cristóbal Naranjo, Quiteria Martín, Feliciana y María Delgado y Matías Clemente, de oficio leñador y jornalero, del que no se hace referencia alguna a lo largo del proceso.

Fr. Francisco de la Madre de Dios, ministro del convento de la Santísima Trinidad declaró como testigo, diciendo, que a cosa de las Aves Marías del día, el albañil Gregorio Martín Izquierdo le dijo, entre admiración y congoja, afligido y llorando, que su hija Quiteria y una vecina caminaban al majuelo que tenía junto al pozo de Tello. Que yendo ambas por el camino, encontraron un niño ya difunto, sin saber de quién era. Y preguntado el testigo si el niño tenía algunas señales, le respondió que no lo sabía. Le dijo que llamara a dichas mujeres para saber como habían hallado al niño, presentándose dicha Quiteria y dos vecinas suyas y preguntándoles qué era lo que había sucedido, respondió una de las vecinas: “que yendo al pozo del Tello aquella tarde como a las cuatro, vieron entre el rastrojo, en una tierra del alcalde, un bulto que les pareció el de una criatura acostada. Que fueron a reconocerlo y vieron que era una criatura con ojos y boca abierta, estando distante del camino como a diez o doce pasos y, pareciéndoles que estaba difunto, les dio miedo.

Quiteria, asustada y sobresaltada, explicó: “Yo me atreví a llegar y reconocer lo que era y hallé lo mismo que les había parecido. Y que, levantando del suelo al niño, empezó a llorar, abrazándolo y besándolo, y que discurrieron todas que la muerte de aquella criatura había sido ocasionada por el rigor del sol”. Y que, preguntándoles si habían reconocido alguna lesión, heridas o golpes en el cuerpecito, dijeron que no, que tenía una cara como una rosa, y que al tiempo de levantarle sintió la Quiteria humedad en las manos, como de haberse orinado dicho niño, y que le salió una porción de ventosidad por la boca, que tenía abierta; que por la humedad lo reconocieron y registraron y entonces vieron que era niño. Que hallándose con dicho caso, decidieron tapar el cuerpo para que no llegase hasta él ningún perro ni ave a comérselo y, hecho, volvieron con el agua que había sacado del pozo del Tello.

El médico, don José, y el resto de los testigos, hicieron sus correspondientes declaraciones con mínimas diferencias en sus explicaciones e igualmente escasas e insignificantes añadiduras. No nos consta la resolución clara del suceso, y no se encuentra al actor de los terribles hechos sobre el cuerpo del niño Antonio, que en estos más de dos siglos, han quedado en el olvido. Este caso está anotado, pero nos preguntamos cuántos otros sucesos, que han ido marcando el talante y la personalidad de lo manchego, desconocemos o no han sido estudiados por especialistas.

José Fernando Sánchez Ruiz.
Sociólogo. Director del Patronato Municipal de Cultura de Alcázar de San Juan hasta el mes de marzo de 2020, ha cambiado su perfil profesional a presidente de la Casa de Castilla La Mancha en Madrid. En su dilatada carrera profesional ha realizado diversos trabajos en torno a la historia local de Alcázar de San Juan. También tiene un blog donde publica algunos de sus trabajos https://miperrofederico.blogspot.com/
Francisco José Atienza Santiago.
Licenciado en Historia por la Universidad de Castilla-La Mancha, Facultad de Letras de Ciudad Real. Archivero Municipal de Alcázar de San Juan. Ha realizado  trabajos de investigación relacionados con la historia local y diversas publicaciones.
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Esta entrada tiene un comentario

  1. Miguel Ángel Martínez Cortés

    Enhorabuena a los autores por tan formidable trabajo.

    Saludos

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