Paco Villodre
No todo está escrito. En los libros de historia hay líneas en blanco (A veces páginas enteras) en las que se escribirán nuevos datos, nuevos matices, nuevos relatos, nuevas causas, … fruto de nuevas investigaciones, nuevos hallazgos, nuevos testimonios, nuevas teorías.
A veces figuran en ellos flagrantes mentiras, sobre todo cuando quién escribió la Historia tomó parte en ella; otras veces hay realidades que no aparecen, porque nadie se atrevió a certificarlas como ciertas, quedando entonces como meras leyendas, compartiendo categoría con innumerables patrañas, algunas hermosas, eso sí.
En este caso, lo novedoso (e inquietante) es la aparición de un escrito firmado por la Hermana Remedios, una monja Mercedaria nacida a finales del S. XVIII.
EL LEGAJO
Todo edificio antiguo, construido en piedra y ladrillo, sufre los daños del paso del tiempo, especialmente la humedad; tal es el caso del Convento andaluz de Hermanas de la Merced donde apareció el legajo. Llegó un momento en que era necesario acometer obras de restauración, aunque ello perturbase la paz de las monjas de clausura. Fue al sanear y reforzar un muro debilitado, donde apareció escondido el manuscrito de la Hermana Remedios.
Corría la década de los 60 (S XX), en plena dictadura de Franco, el operario que encontró el envoltorio en el muro se lo entregó a la Superiora, ésta deslió con cuidado el envoltorio, formado por varias capas de piel, engrasado por fuera y atado con una fina cuerda, lo leyó y se lo entregó al obispo de la Diócesis; el obispo lo hizo llegar al Arzobispo Primado de Toledo (Aún no se había fundado la Conferencia Episcopal); y como entonces la relación Iglesia -Estado era muy estrecha, éste se lo entregó al Ministro competente. Entre los dos decidieron que era mejor que el relato no se hiciera público ya que no quedaba claro que lo relatado no fuera un “delirio” de las monjas y dando por hecho que el Vaticano no lo aceptaría como hecho probado y digno de veneración oficial. Ordenaron guardar silencio a la Superiora y al Obispo y el escrito se archivó en el Ministerio.
En una conversación posterior entre el Arzobispo y el Ministro, intuyeron el peligro de que, pasado el tiempo, alguien decidiera que el escrito merecía haberse hecho público y les acusasen a ellos de haberlo ocultado sin consultarlo a sus superiores (Políticos en un caso y religiosos en el otro); decidieron, por tanto, que lo mejor era destruir el relato de la Hermana Remedios. El ministro en persona fue al archivo y ordenó al funcionario que se lo entregara; ese mismo día lo quemó en la chimenea de su casa. Pero era demasiado tarde.
El archivero que guardó el documento era un hombre estudioso y curioso, no un simple funcionario que numera y guarda papeles; cuando se disponía a archivar la carpeta de cartulina que contenía el escrito, no pudo evitar entreabrirla, sorprendido por el mal estado del papel, su curiosidad aumentó y lo leyó; encantado con el relato, mitad por curiosidad propia, mitad intuyendo lo que después sucedería, lo copió.
Nuestro amigo archivero murió hace pocos años y su hijo encontró la copia entre sus papeles junto con una nota en la que explicaba su procedencia.
Un secreto quema en las manos, quema la duda de cómo hacer para que no se haga público, pero, al mismo tiempo, evitar que se pierda: ambas cosas destruyen el secreto. La misma duda que atenazó a la Hermana Remedios.
Después de meditarlo profundamente, el hijo del archivero llegó a una conclusión: habían pasado muchos años, los protagonistas habían muerto, el régimen político era otro, como era una copia y no el escrito original, nada probaba su veracidad y aunque fuera el manuscrito de la monja, siempre se podría poner en duda su relato. Nada le impedía, por tanto, dejar correr el escrito; pero no con la pretensión de mostrar una verdad histórica sino con la sombra de la duda como parte del relato, como una hermosa leyenda.
Presentó la carta en varios círculos literarios especializados en cuentos, leyendas, relatos mágicos, etc. Y el interés de unos y la curiosidad de otros hizo el resto: el relato de la monja se va extendiendo; unas veces de forma escrita mediante copias y otras de forma oral, con lo que va adquiriendo nuevos matices.
El tránsito que siguió el manuscrito lo sabemos ahora porque, a la muerte del Arzobispo, apareció entre sus papeles una reflexión en la que contaba el proceso, se preguntaba sobre el método adecuado a seguir en estos casos y expresaba sus dudas sobre la solución adoptada; pero él solo re refería vagamente a “Un legajo que una monja dejó emparedado en un muro”, solo al aparecer la copia junto a la nota del archivero, se han podido atar los cabos.
VILLACENTENOS
Vayamos, primero, a conocer un poco de la historia de la aldea de Villacentenos, donde transcurre el relato de la Hermana Remedios, para poder contextualizar mejor su relato.
Villacentenos se encuentra situada en plena llanura manchega; entre Villarta de San Juan y Alameda de Cervera; pertenece al municipio de Alcázar de San Juan, que fue sede del Gran Priorato de Castilla de la Orden de San Juan (Después de Consuegra).
Villacentenos tiene una historia tan antigua como amarga y tortuosa. Algunos la creen esclava de una maldición. Dotada de Castillo, ya fue testigo de la presencia musulmana y posteriormente de las largas luchas entre árabes y cristianos; acabada la “Reconquista” por parte cristiana, perdió su importancia estratégica y el interés por habitarla.
Hubo intentos de Repoblación, el castillo pasó a ser iglesia y, más tarde, convento; Se construyó alguna infraestructura importante dentro del proyecto del Canal del Gran Prior; se recompensaba a los que se animaran a establecerse allí, … Pero una rueda implacable de epidemias y sequías siempre acababa dejando la aldea desierta.
En el tiempo en que el convento estuvo activo, lo habitaron alrededor de una docena de monjas Mercedarias; como tenían voto de clausura, no tenían contacto directo con el exterior, prácticamente se autoabastecían del huerto y aceptaban limosnas de comida; también aceptaban una necesaria limosna en forma de agua: en la tapia sur del huerto había una abertura por la que sobresalía una canaleta en forma de madia caña, que conducía a una pileta tallada en piedra, a la sombra de una higuera; por aquella canaleta les hacían llegar los aldeanos y, sobre todo, los campesinos y pastores, la limosna líquida.
LA CARTA
Vamos, por fin, a reproducir el texto que nos ocupa, el manuscrito de la Hermana Remedios y que en cada lector quede la huella que él mismo decida; las leyendas son amables, permitiendo a su conocedor desde aferrarse a su verdad con fervorosa fe, hasta tomarlas simplemente como una hermosa invención.
“En el año de Nuestro Señor de mil ochocientos y veintisiete.
Dios y mis Hermanas en Cristo sepan perdonarme por escribir esta carta, ya que, como ellas, juré no contar nunca lo que aquí se cuenta. Cumplo mi palabra a medias, ya que he cayado durante toda mi vida y escribo con la esperanza de que pasen muchos años antes de que nadie lea la presente; pero no puedo dejar que quede en el olvido lo que sucedió, con la esperanza de que algún día, se encuentre la Santa Reliquia que tanto bien puede hacer, para su veneración por los creyentes y para mayor gloria de Dios.
Siendo el año del Señor de mil setecientos ochenta y seis, la Superiora, las Hermanas y yo dedicábamos nuestra vida a la fe en el humilde Convento de Nuestra Señora de la Merced de Villacentenos. Yo era de las más jóvenes, pero nunca olvidé lo que nos aconteció.
La aldea estaba desierta pues había epidemia de fiebres de paludismo, algunas de nuestras Hermanas también estaban enfermas. Al atardecer de un caluroso día de verano, orábamos antes de ir al reposo, cuando se escucharon golpes en el portón, la Superiora se puso el velo, se acercó y abrió el ventanillo, todas las que no estábamos en el lecho nos acercamos detrás.
Cuatro Caballeros de la Orden de San Juan del Hospital relataban que iban de camino a Alcázar para entregar una importante reliquia, procedente de Tierra Santa, al Gran Prior y pedían aposento por lo fatigados y porque la noche estaba cayendo; la Superiora, pidiendo perdón, les explicó que aquesto era imposible, al ser nuestra orden de clausura y prohibirlo las reglas. Los caballeros comprendieron y se resignaron pidiendo que si, al menos, les podíamos dar agua. La Superiora les señaló que fueran al agujero del caño, que había en el muro del huerto; así lo hicieron y nosotras nos acercamos por dentro.
Una vez junto al pilote, la Superiora, hablando por el agujero del caño, les advirtió a los Caballeros de las fiebres que padecíamos y de que seguramente el agua también estaría enferma; uno de ellos dijo con templanza: “No se preocupen, hermanas; hemos atravesado poblados y comarcas castigadas con terribles plagas y enfermedades, pero, aunque hemos perdido hasta los caballos, contamos con la protección de Dios”. Dicho esto, introdujo por el agujero una copa de madera, muy envejecida, negruzca y con el borde lastimado.
La superiora me lo acercó y, con un gesto, me ordenó que lo llenara en el pilote; yo así lo hice devolviéndole la copa a la Madre y ella al caballero por el agujero. Repetimos esto en silencio hasta que todos los Caballeros hubieron saciado la sed. Como el agua en el pilote no era mucha, yo tenía que rozar el borde de la copa contra el fondo de éste y, aun así, quedaba la copa mediada. Los caballeros dijeron que continuarían viaje, aunque la noche se les echara encima, nos agradecieron por el agua y nos encomendamos mutuamente a Dios.
Los días siguientes transcurrieron con normalidad y con la alegría de que nuestras hermanas enfermas empezaron a recuperarse con prontitud, en pocos días todas estábamos bien. La superiora le contó al confesor, que venía cuando era posible de Alcázar, la visita de los caballeros y éste le relató que nunca llegaron a su destino, porque debían ser los mismos que habían aparecido muertos junto al cauce seco del rio; les habían quitado sus pertenencias, las armas, las botas y los habían cosido a navajazos.
Pasaron los meses, las fiebres en la comarca remitieron y la aldea recuperó algunos pobladores; aunque la calma no duró más de dos años, nuevas fiebres y sequías se turnaban para poner a prueba aquesta comarca; pero algo había cambiado, poco a poco y agradeciendo lo generoso que era el Señor con nuestra humilde Comunidad, caímos en la cuenta de que ninguna de las Hermanas había caído enferma desde la visita de los Caballeros.
No sé quién fue la primera de nosotras en sugerir que Dios nos bendecía a través del pilote del agua y que éste se había bendecido al contacto con aquella humilde copa, llegándonos a preguntar, temblorosas, si podría ser el Cáliz de Nuestro Señor.
La Superiora nos reprendía cuando nos oía hablar de ello y nos prohibió definitivamente hablar del asunto. Por su semblante, creo que ella misma estaba convencida, tanto como nosotras.
Unos dos o tres años pasado el mil ochocientos, se puso enferma una de las hermanas y otra al cabo de unos meses; a partir de entonces, nuestra salud fue igual de débil que antes de la visita de los Caballeros, con años mejores y otros peores. Un día que la Superiora nos escuchó hablando del asunto, dijo muy seria: “Si tuvimos un don y lo hemos perdido, habrá sido por nuestros pecados”. A partir de entonces dejamos de hablar de ello. Al poco tiempo la Superiora murió y la sustituyó la hermana mayor.
En el nefasto año de mil ochocientos y once, el ejército del francés invadió nuestras tierras; con ayuda de Dios, las Hermanas conseguimos escapar del Convento y fuimos caminando hasta Cervera donde nos acogieron, repartidas entre las humildes familias. Allí pasamos tres años.
Cuando el francés invasor fue expulsado por nuestra gente, regresamos a Villacentenos; todo estaba destruido, aunque nos hubiéramos arreglado con poco, era imposible vivir allí; vimos el pilote por última vez, estaba partido, nos miramos unas a otras recordando los años pasados y nos encaminamos hacía Herencia, donde había un convento de nuestra orden.
Antes de entrar al pueblo, la Superiora nos apartó del camino y nos dijo: “Yo también he visto lo mismo que vosotras y pienso lo mismo que vosotras”, pero nos hizo jurar que nunca diríamos nada sobre el suceso del Cáliz: “Intuyo que no permaneceremos mucho tiempo juntas y no quiero que nos tomen por engreídas, por locas o ambas cosas”. Nos arrodillamos y rezamos.
En el Convento de Herencia nos acogieron con cariño las Hermanas, pero como el espacio no era suficiente, nos fueron trasladando, poco a poco, a otros Conventos. A mí me destinaron a este donde, desde entonces, he servido a Dios y a Nuestra Señora de la Merced lo mejor que he podido.
Son pocas mis fuerzas y poco es el tiempo que me resta de vida, pero no quería cerrar mis ojos para siempre sin dejar algún testimonio, algún rastro, que permita que alguien busque y encuentre la Sagrada Reliquia, el Cáliz de Nuestro Señor. Dios lo guie y a mí me acoja en su seno”.
Hermana Remedios de la Merced.
Este relato forma parte del proyecto multidisciplinar “Villacentenos”, coordinado por Áureo Gómez.
Alcázar de San Juan 2023. Paco Villodre.