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Dominio, seguridad, poder y torería

Nº 1 – EN EL CENTENARIO DE LA MUERTE DE JOSELITO

  • Última modificación de la entrada:21 de enero de 2021

LA VIDA BREVE DE UN TORERO

Por Antonio Moreno González

Va por ti, padre

Gelves es un municipio cercano a Sevilla, ubicado en las fértiles tierras de las vegas del Guadalquivir. Pueblo ribereño y campesino, forma parte de un territorio pródigo en caballos, toros y toreros. Allí nació, el 8 de mayo de 1895 en la huerta El Algarrobo, calle de la Fuente número 2, José Gómez Ortega, Joselito El Gallo. Hijo del torero sevillano Fernando Gómez, de la dinastía de los Gallo apodo iniciado en su tío José Gómez por la lidia peleona que practicaba, y la bailaora gaditana Gabriela Ortega, la señá Gabriela de los Ortega gitanos, retirada del oficio a partir de su casamiento; el señó Fernando hizo el paseíllo por última vez, con 46 años, aquel 1895 en la plaza de Madrid para dar la alternativa a El Algabeño. La huerta pertenecía a la casa de Alba, aunque el condado de Gelves, desde su creación (1529), fue incorporado al ducado de Veragua hasta que en 1902 los Alba heredan el condado y mantienen las propiedades que a partir de 1974 van adquiriendo los colonos de la campaña agrícola y social emprendida en los años 40 por el Instituto Nacional de Colonización. Los hijos de aquel matrimonio, además de Rita fallecida a poco de nacer, Rafael, Gabriela, Fernando, Trini, Lola y José fueron toreros, ellos, y ellas casadas con toreros: Cuco, Martín Vázquez y Sánchez Mejías, respectivamente. El padre murió en Gelves el 3 de agosto de 1897 a consecuencia de un aneurisma de la aorta coincidente – permítaseme la licencia – con la causa de la muerte de Albert Einstein en 1955. La señá Gabriela murió en Sevilla, a los 56 años, el 25 de enero de 1919. Sendos fallecimientos enmarcan la vida y la muerte del benjamín José acaecida en la plaza de toros de Talavera de la Reina el 16 de mayo de 1920 con 25 años recién cumplidos. Para quienes quieran saber sobre el torero, su gente y la tierra donde nació, sobresalen entre la bibliografía: Joselito El Gallo, rey de los toreros, Paco Aguado (El Paseo Editorial, 2020); Gelves entre la Historia y la Poesía, Daniel Pineda Novo (Excmo. Ayuntamiento de Gelves, 2005).

Antes de entrar en el motivo que nos ocupa, un apunte sucinto sobre una situación necesitada de reflexión honesta y compromisos concluyentes e inaplazables. Contrariamente al significado popular, social y cultural que tenía el mundo del toro en tiempos de Joselito, y desde muchos años antes, la situación actual es muy distinta. Los responsables del espectáculo taurino – empresarios, toreros, ganaderos, apoderados, autoridades públicas – en connivencia con algunos medios de comunicación y la anuencia de buena parte del público asistente que no puede calificarse gratuitamente de aficionado, en el sentido de persona que conoce y vela por la integridad del festejo, y quienes se tienen – quizá lo sean –por aficionados, han ido haciendo dejación de sus competencias y lo han precipitado hacia un estado dominado por la monotonía, la desgana, lo sucedáneo, la manipulación, la apariencia, el riesgo comedido aunque siempre con su amenazante fatalidad. Si a este empobrecimiento del espectáculo se añade la presión antitaurina propiciada desde una perversa interpretación del animalismo, la agresividad separatista cebada contra lo “nacional” erróneamente contestada con frágiles argumentos “patrióticos” y la pusilánime laxitud política tan precavida en la asunción de decisiones, el debilitamiento del hecho taurino aumenta inexorablemente. La tempestad arrecia y ahora, por el azote de la pandemia, con más virulencia: analicemos nuestras conductas y que cada palo aguante su vela.

Mi padre. Talavera de la Reina

Sin embargo, el mundo del toro es un poliédrico caladero de ámbitos para la lectura, el estudio, el esparcimiento y la investigación: antropología, arte, ciencia, filosofía, costumbres, moda, música, cirugía, cante, anecdotario, literatura, genética, ecología, periodismo, historia, viajes, devociones, economía, educación, publicidad, cine, gastronomía, incluso disfrutable desde la fonética y la gramática con el paladeo de palabras relativas a nombres de pueblos, fincas, toros, caballos, suertes, toreros, apodos… y la fraseología taurina tan arraigada en el lenguaje popular. Desde esta imperecedera, rica y enriquecedora historia del toreo abordamos el espacio que corresponde a Joselito El Gallo. ¿Por qué todavía, a cien años de su muerte, plazas de toros como Las Ventas guardan un minuto de silencio al finalizar el paseíllo todos los 16 de mayo? Su huella ha quedado como indeleble marca de herraje en los anales de la Tauromaquia porque desde niño llamaba la atención por su presencia, comportamiento, viveza y, sobre todo, por su temprana y certera visión del toro y del toreo. La precocidad con que opinaba en el mundo de mayores donde se crió –ritual en la forja de los toreros- le granjeó atención y respeto; supongo que también más de un resabio ante lo interpretable como arrogancia y prepotencia juvenil. Así lo canta Gerardo Diego, un año más joven que “Gallito” como también se le conocía, en la Elegía escrita a raíz de su muerte:

Los quince años, espigado tallo,
Juego y donaire y esbeltez gitana.
Un nuevo Faraón – cresta de gallo -,
Ágil la línea y fresca la mañana.

Ahí está el niño llamado a ser “el rey de los toreros”

La economía familiar, volátil por la dispendiosa largueza de su padre que acabó en El Algarrobo como guarda y el consentimiento acomodaticio de la madre, la indolencia profesional de Fernando siendo el más sabedor de toros y lidias, y las imprevisibles ganancias de Rafael, genial hasta en las “espantás”, el más asombroso prototipo de la irregularidad, atributo del toreo gitano, contribuyeron a que Joselito asumiera, porque así lo decidió primando el bienestar de su venerada madre, el mantenimiento de la familia que, dejada la Huerta, tuvieron varios inestables domicilios en Sevilla por falta de pago. Esa responsabilidad que se echó a sus espaldas le indujo un prematuro afán de saber más que nadie, de ser el mejor. Y lo consiguió. Lo consiguió pronto porque nació torero, porque todo en él fue prematuro, incluso la muerte. Estar en el campo entre toros, vacas y caballos era su medio natural donde se desenvolvía sin esfuerzo, con un dominio impropio de su edad pero determinante para erigirse en “el rey de los toreros”, como se le ha denominado. De él decía Eduardo Miura que parecía haberle parido una vaca.
Pero su grandeza llega al culminar la tauromaquia en que se crió, superándola buscando nuevos horizontes a partir de la técnica y saberes adquiridos. La fertilidad de la tradición, lo clásico – “lo que no se puede hacer mejón”, según su hermano Rafael – puede enriquecerse con visiones innovadoras. Así lo muestra, por ejemplo, la ciencia en su evolución: Newton, con quien arranca la física clásica, no está marginado por la relatividad y la mecánica cuántica, la física moderna, pero éstas van más allá de donde aquel genio pudo vislumbrar, englobándolo. En su empeño por conocer todos los ámbitos que afectan al espectáculo taurino, se implicó de manera que llegó a incomodar a quienes amparados en el proverbial hermetismo y distanciamiento del mundo del toro sentían dañados sus intereses personales. Se indispuso con la aristocracia regidora de la Maestranza sevillana, la plaza de sus éxitos, con ganaderos de su confianza y con algunos toreros y gentes de Sevilla proponiendo, apoyando y quizá financiando la construcción de la plaza Monumental en el barrio de San Bernardo (Plaza de toros Monumental de Sevilla. La dignidad de un proyecto, Fidel y Julio Carrasco y Carmen del Castillo, Grupo Nexo, 2018.) con la intención de llegar a más público aumentando el aforo y abaratando las entradas, a la vez que mejoraban los beneficios de organizadores y toreros. Inaugurada en 1918, se cerró en 1920, a la muerte de Joselito, y fue derribada en 1930. Para los sevillanos, de la Maestranza al cielo.
Siendo de carácter tímido, retraído, con la tristeza melancólica del ser gitano, aunque lo fuera a medias –cuchichí, en caló-, si bien entre sus íntimos pudiera ser locuaz y hasta divertido como dicen, en la plaza era ambicioso, beligerante, quiso practicar todas las suertes – picar y apuntillar, incluso – dándoles su aire personal, novedoso y difícilmente imitable, salvado el defecto en el manejo de la espada arqueando el brazo como si fuera a echar “una carta al buzón” aunque “cazaba” lo toros con eficacia, sin menoscabo de su escrupulosa y exigente profesionalidad durante la lidia al tanto de sus compañeros y echando una mano cuando era necesario. Y hablando de sus íntimos –pocos- mencionar a Joaquín Menchero “El Alfombrista” por su taller de alfombras en la Carrera de San Jerónimo madrileña. Nacido en Ciudad Real, dueño de un palacete en la calle Lirio donde se hospedaba y vestía Joselito cuando toreaba en la capital manchega, era Hermano Mayor de la Cofradía del Santo Sepulcro a cuyo beneficio toreó José un festival (26/9/1919) con novillos de Veragua, Vicente Martínez, Cañadahonda y Aleas, acompañado de su cuadrilla más señera: Cuco, Blanquet, Cantimplas y Josele, banderilleros, y los picadores Carriles, Farnesio y El Pinto. Salvo Josele y El Pinto – Almendro y Camero, en su lugar – lo acompañaban meses después en Talavera. Todos participaron gratis, incluso los ganaderos, y Joselito, además, regaló un monumental farol a la Cofradía portado por cuatro personas en las procesiones.
Acuñó el inusual, casi imposible, toreo en redondo incorporándolo como clave y decisivo en su amplio repertorio. Doblegaba al toro embebiéndolo en la muleta, rotando en torno al torero para rematar con el esplendoroso pase de pecho, “pasándoselo por delante”. Equilibrio entre la tradicional tosquedad de la lucha con la fiera en un toreo de idas y venidas, y la creación artística, fortuita y efímera, fruto de la concentración, el acompasamiento con la embestida y el dominio técnico. Aquí radicó la invención del toreo moderno. Un nuevo toreo que requería un nuevo toro, un toro colaborador para una lidia menos áspera y deslucida que la permitida por el toro indómito con que empezó y seguía casi igual el toreo. Un toreo más dulce, sin llegar, en la práctica de algunos, a “pringar como el empalagoso almíbar” que decía Corrochano. Habló con ganaderos entre los que contaba con reconocido prestigio y algunos aceptaron sus recomendaciones orientando los cruces y crianza hacia un toro apto para faenas de más larga duración en la muleta que solía ser un ligero trámite para entrar a matar. Aunque parezca de Perogrullo hay que decirlo alto y claro para quienes no lo quieren escuchar: el eje vertebrador de la fiesta es el toro. Si el toro no aporta desafíos, dificultades y retos, torearlo se convierte en una pantomima, sin minimizar el riesgo que supone ponerse delante cualquiera que sea la condición del animal.
Sin darle a las estadísticas más significado que el numérico, porque basta una faena para mostrar la dimensión de un torero, como un poema es suficiente para calibrar al poeta, ahí van algunos datos: 135 novilladas y becerradas; de las 678 corridas toreadas, 43 fueron de Miura y 25 en solitario. Se midió con las ganaderías dificultosas y punteras: la citada de Miura, Pablo Romero, Saltillo, Martínez, Veragua, Urcola, Santa Coloma, Contreras… y alternó, sin vetos, con cualquier torero del escalafón. De entre todos, sobresalen las tardes con Juan Belmonte: 258. El surgimiento de Belmonte -reverso de Joselito-, la amistad entre ellos, la competencia en la plaza y la beneficiosa simbiosis de ambos para la concepción y ejecución de la lidia son los puntales en que se asienta definitivamente el toreo moderno. En la Feria de Alcázar de 1913 toreó con Limeño, ya matadores los dos, pareja desde sus comienzos en 1908 como cuadrilla de los “niños sevillanos”. Lidiaron toros del poeta de la generación del 27 Fernando Villalón, conde de Miraflores de los Ángeles y excéntrico ganadero, empecinado en la quimérica y ruinosa crianza de toros con los ojos verdes. La corrida transcurrió sin pena ni gloria. En tan corto recorrido profesional alcanzó un reconocimiento inusual y extremo que, a su vez, le permitió amasar una jugosa fortuna en ahorros, casas, fincas y ganado. Enturbiaron su esplendor, acrecentando su natural tristura y el sentimiento de soledad, el fallecimiento de su madre y la negativa del ganadero Pablo Romero, buen amigo suyo, al casamiento con su hija Guadalupe, prueba de las reticencias que las gentes de alta alcurnia tenían hacia quienes no eran de su rango por muy figuras del toreo que fueran y en este caso, más aún, por su ascendencia gitana. Amigos, sí, pero el borrico en la linde.

El furgón fúnebre. Estación de Atocha

Y fluyendo implacable en la escena taurina, la muerte: “La presencia de la muerte en la fiesta, elemento esencial y constitutivo de ella, pone al espectador con la insoslayable cuestión de ser o dejar de ser…No se olvide que el acontecimiento en que la muerte es por sí misma espectáculo son los toros”, escribió Tierno Galván. Y la muerte le esperaba allí, en Talavera, en la plaza que reinaugurara en 1890 el señó Fernando. Adonde fue, ahuyentado por el público madrileño –rescindió el contrato para esa tarde del 16 en Madrid – que el día antes, festividad de San Isidro toreando con Belmonte, fueron abroncados escandalosamente. Se refugió junto con su cuñado Ignacio Sánchez Mejías, en una corrida de compromiso e insustancial, organizada por ellos mismos, con toros sin historia hasta que Bailaor tuvo su instante de gloria y ahí está en la memoria fatídica del toreo recordado año tras año desde hace, ahora, cien.

José y Juan: el toreo moderno

Las comitivas fúnebres que acompañaron el entierro de Joselito desde Talavera al cementerio de San Fernando en Sevilla tuvieron dimensiones soberanas –había muerto “el rey de los toreros” – figura popular de alcance ilimitado, noticia de portada en la prensa nacional e internacional, llorado por las gentes lamentando la orfandad de su ídolo, porque entonces los toreros eran héroes populares. Al paso del expreso de Andalucía por Alcázar, se detuvo – me contaba mi padre con 17 años a la sazón – abrieron el furgón recubierto de crespones negros que portaba el féretro, le cambiaron los velones, añadieron coronas de flores, le rezaron un responso y el pueblo alcazareño que abarrotaba los andenes aclamaba al torero y dieron sus condolencias a la cuadrilla, parientes y allegados. La fonda, en la que tantos toreros se templaban con café y nuestras tortas, se convirtió en un improvisado recinto para el duelo. Y el tren continuó camino de la eternidad.

Mausoleo de Joselito, obra de Mariano Benlliure
ANTONIO MORENO GONZÁLEZ
Catedrático emérito de la Universidad Complutense de Madrid. Investigador siempre unido a la cultura de Alcázar, precursor de encuentros culturales junto al grupo “Jarra de zurra”, cuyas actividades se desarrollaban en pleno régimen y transición española, pregonero de la feria en 2016, hoy en día, sigue publicando y colaborando en muchos proyectos en el ámbito educativo en torno a la ciudad de Alcázar de San Juan, su sitio de nacimiento, en el barrio de Santa María.
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